La cierva y TuRAKo.
TuRAKo estaba escondido tras unos matorrales a orillas del remanso del riachuelo esperando una presa.
Él, sabía que al atardecer los animales iban allí al salir de entre la densidad del bosque para abrevar, antes de ir en busca de los pastos de los claros, protegidos por la oscuridad de la noche y guiados por el firmamento.
La luna comenzaba a aparecer por entre las ramas de los árboles, tomando el relevo de Apolo, que ya se retiraba a descansar con su carro tirado de briosos corceles.
Primero los mamíferos más pequeños. Después, los de mediano tamaño. Ardillas, conejos, zorros... Todos ellos desfilaban ante la atenta mirada del experimentado cazador, sin llamar mínimamente su atención.
Él, sabía que la paciencia era una de las mayores virtudes de quienes pretenden conseguir una gran presa. Así que sin inmutarse, siguió esperando.
¡Corzos¡, luego jabalíes... y entre ellos un gigantesco y viejo macho.
Este, resabiado y precavido, envió delante a su pequeño "escudero" que carecía del interés del íbero, pero no fiándose, permaneció a una distancia considerable, fuera del alcance de la jabalina y finalmente decidió no abrevar en aquel remanso del arroyo, desapareciendo nuevamente; con el hocico alto entre la espesura del bosque.
Un rato de silencio interminable y... Un solitario lobo. -Esta no es mi presa. pensó TuRAKo. Tal vez sea el espíritu de un guerrero reencarnado. Quizás el propio Endovélico.
Otro largo rato... Y el sueño se apoderó de nuestro hombre. Los párpados son ya más pesados que la puerta del oppidum y el calor del sagum se vuelve tan confortable como los brazos de una madre. Pero... Un rápido revoloteo de pájaros lo pone nuevamente en alerta. Ante sí... Una manada de ciervos se acerca hasta el arroyo agachando la cabeza para beber y de entre la espesura del bosque, un refulgir blanco aporta luz a la escena.
Dos veces, frota TuRAKo sus ojos, para cerciorarse de lo que tiene ante sí.
Una esbelta cierva blanca se yergue magestuosa, mirando directamente al lugar donde está el íbero agazapado. Este, se siente descubierto, así que rápidamente agarra su jabalina, se pone en pie y arma su brazo listo para lanzar el proyectil. Todos los ciervos, más cercanos, se asustan y comienzan a correr en todas las direcciones, pero la cierva, lo mira fijamente durante unos instantes antes de comenzar una rápida huida en carrera hacia el interior del bosque.
TuRAKo, no es hombre de fácil rendición y va tras ella a toda velocidad casi sin perderla de vista.
Más de dos largas horas de frenética carrera poniendo a prueba la resistencia de nuestro cazador. Incluso la ágil cierva parece trastabillar por el cansancio con las ramas de los arbustos. -Un poco más, ¡y es mía!, Se anima así mismo TuRAKo. De pronto...
-¡Las piedras sagradas!... Este lugar no ha sido flanqueado por nadie desde muchas generaciones, atrás. Pero... La cierva está al alcance de la jabina. -Los dioses perdonarán está afrenta si les ofrezco sus vísceras. Un poco más.
TuRAKo salta las piedras que delimitan el lugar sagrado tras esta rápida reflexión y se lanza de nuevo en rápida carrera tras su presa. ¡UN POCO MÁS!
De pronto la espesura del bosque se cierra y pierde de vista a la presa. Continúa corriendo casi a ciegas, entre los golpes lacerantes de las ramas. Ya no distingue si lo que brota por su cara, es sudor o sangre.
Un tropiezo con una raíz le hace caer de bruces y al levantarse, está en el borde de un gran claro en medio del bosque.
¡Runas!. Piedras de antiguas civilizaciones. ¿Tartesios?. Y la luna llena brillando en lo alto del firmamento, como queriendo ser testigo del momento. Una bóveda en el centro del claro entre las ruinas y una escalinata de piedra, que tal vez antaño guiaran al interior de un majestuoso palacio. Y la cierva... De pie en ellas, mirando a nuestro hombre con mirada de extrañeza, jadeante y sudorosa.
TuRaKo se pone de pie y durante un instante, duda de si lanzar la jabalina a esa distancia desde la que se encuentra. Él sabe que el lanzamiento es certero y mortal, pero la pasividad de la presa le llena de curiosidad. La cierva parece brillar a la luz de la luna y él se siente atraído como hipnotizado hacia ella.
Dos pasos. Tres. Cuatro... Ocho y la cierva continúa quieta mirándole impasible. -Tres metros más y la capturaré viva. Piensa el íbero. Ya a los pies de la escalera y de repente... ¡BOOM! una cegadora luz blanca le priva de toda la visión y un atronador sonido le aturde todos los sentidos, haciéndole caer de rodillas.
Poco a poco, el zumbido de los oídos desaparece y la visión regresa.
Una dulce y lejana melodía reconforta su mente y un agradable aroma, como de tierra mojada tras una rápida tormenta de verano, llena sus pulmones. Al alzar la cabeza... ¡No puede creer lo que tiene ante sí! La cierva blanca sigue allí, mirándole y tras ella... La mismísima "Cazadora". La que ahora los romanos llaman Diana, la antigua Artemisa de los griegos, también venerada por su pueblo anteriormente bajo otra advocación. ¿Quién recuerda ya su nombre?... ¿ARTaEGiNA?
Las lágrimas resbalan por sus mejillas. Mientras la Cazadora acaricia su cabeza y ambas; cierva y diosa, se desvanecen en una ligera bruma, dejando a TuRAKo sólo, en aquel lugar sagrado del claro bosque.
"Leyendas de la antigua Iberia" .
IBER, el Mercader Salluitano.
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